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«Los extraños» de Iván Quezada septiembre 14, 2012

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Mirarse en el espejo del mundo produce, en ocasiones, una rara extrañeza, y retratar ese asombro es la labor que realiza Iván Quezada en su libro de cuentos Los extraños. Son diecisiete cuentos que tratan sobre la inadaptación, la inseguridad o la alienación del ser humano, temas que trataron maestros como Kafka o Julien Green. Los personajes suelen ser solitarios que recorren la ciudad en busca de amor o amigos, que recuerdan al entrañable Victor Bâton, el antihéroe de Mis amigos, de Emmanuel Bove, y a otros seres imaginarios y reales que han poblado los universos de la literatura buscando un sitio donde quedarse.

Aunque Los extraños aparece dividido en cuatro partes, todos los relatos tienen en común ser una fábula sin principio ni fin, cortes en la vida de los personajes, como instantáneas de una angustia concreta, un engaño, un roce que no debió producirse. La escenografía es diferente en cada caso, pero en todos late la imprecisa brújula de la extrañeza. En “El reptil” vemos retratada la inmovilidad de un sujeto que no quiere abandonar su apartamento, y no desea que lo molestan para nada. La perplejidad que produce el relato “Dos amigas” sólo es comparable con lo horrible del final, en el que una bella mujer adopta, de forma consciente, una apariencia espeluznante que no puede detener.

 

En este sentido, el autor se extraña del mundo en el que vive y lo retrata a veces deformándolo, y otras, lo que resulta más angustioso, situando un espejo fiel frente a la realidad chilena. Existe una preocupación social en cada uno de los cuentos, especialmente en el último (“Cisnes y elefantes”), que supone una voluntad de gritar sin alzar la voz, decir las verdades pero con temor a las represalias. Parece que Iván Quezada se autoimpusiera una censura literaria que le impidiera ser suficientemente agresivo. Es evidente, por tanto, que la dictadura chilena planea por todas estas páginas como una amenaza constante, y el porvenir de la juventud y del resto de la sociedad de su país lo ve el cuentista con un profundo temor.

Y es que los personajes de estos cuentos tienen miedo, no en vano los títulos de algunos dan pistas de los sentimientos del autor: “El temor de Nadia”, “Las cuitas del joven artista” o “Claudia teme a los hombres”. También hay miedo en “El gorila” (¿quién no tendría miedo si llega a su casa y descubre, sin motivo alguno, un gorila en el recibidor?) o en “El cajero” (un simple funcionario que descubre su aptitud para matar con sólo desearlo).

Los cuentos terminan casi siempre en un anticlímax sin definición, perdiéndose en las brumas de un futuro desasosegante. Los protagonistas son inadaptados, o directamente deformes en busca de comprensión (“La fiesta del monstruo” es uno de los mejores relatos que he leído en mucho tiempo). A alguien le preguntan: “Pero, ¿por qué tiene esa cara? (…) ¿Acaso está incómodo, acaso es un solitario?”. El escritor se encuentra al borde de cada personaje sin saber dónde situarlo. Ulrich, El hombre sin atributos de Robert Musil, dice en un momento de la novela que “lo que diferencia a un ser sano de un enfermo mental es justamente que el sano tiene todas las enfermedades mentales y el enfermo mental sólo una”. Sebastián, Daniel, Manolo, María… son extraños que viven entre extraños, enfermos mentales que no hayan lógica en la realidad, tal vez porque la realidad no tenga lógica.

La prosa exige una lectura demorada, recorrer pasa a paso las palabras de la agonía que late en cada página: la belleza que se marchita, la dictadura que pesa como una losa, incluso después de lograr la democracia, los caminos que se cierran… Son muchos los temas tratados con temor y congoja, pero en el que quizás sea el mejor relato de todos, y también el más largo, “Cisnes y elefantes”, Iván Quezada abre una puerta al amor tierno, a las luces vislumbradas entre la neblina de un Chile que camina sin rumbo, sorteando obstáculos para llegar a un final que merezca la pena ser alcanzado: “Levanté los ojos y vi a María cada vez más lejos, esquivando escombros, obreros, surcos de agua, y cuando al fin estuvo a salvo de la lluvia, más allá del derruido portal del ferrocarril, se volvió a mirarme sonriendo”.

(Los extraños, de Iván Quezada. Tajamar Editores, Santiago de Chile, 2005)

Publicado en la revista Clarín, núm. 63.

«Los arquitectos de lo imaginario», de Marta López Luaces junio 4, 2012

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Aunque toda poesía habla de poesía, Los arquitectos de lo imaginario alude a la materia de la que está hecha la literatura (no sólo la poesía) que es la imaginación humana como potencial y condicional de futuro. Marta López Luances ofrece un poemario sólido que reflexiona sobre la condición e identidad del poeta. Creador de mundos y aún de universos, el poeta construye con un material etéreo y voluble: la palabra. Y desde las primeras páginas con un largo texto poético inicial, la autora aborda sus influencias como un camino necesario para la formación del poeta. La escritura, obviamente, empieza en y por la lectura.

Desde Frost, Eliot, Pound, Lope de Vega, Stevens, Cunqueiro, pasando por Borges, Williams Carlos Williams, Cernuna, Rosalía hasta llegar a los Kerouak, Perlongher, o Carlos Germán Belli. El deseo de la poeta es la poesía en sí misma, y cada escritor es un punto del camino recorrido y nunca olvidado, la referencia ineludible de la propia poesía. “¿Dónde estará mi ángel?” se interroga Marta López Luances. Ella también quiere ser arquitecta del universo cotidiano, con el mérito que tiene la poesía de trascender lo inmediato del mensaje poético para hablar de un todo ontológico y real, aunque sea al mismo tiempo un todo imaginado, apenas sospechado. Entiendo que sobre esa base se lee la prosa poética que da nombre al libro. ¿Qué caminos nuevos le queda a la poesía y a la autora como poeta? (“¿desde qué otro discurso? / ¿desde qué otro lenguaje? / ¿desde qué otra dicción? / ¿desde qué otro signo? / ¿desde qué otra acústica el verso…? / ¿desde qué otra respiración se podrá decir / este siglo?”), y sobre todo, ¿que puede hacer la poesía ante el terror puro?, frente a “los escombros del cielo neoyorkino”.

La primera parte del poemario se refiere a la labor oculta del poeta, a los intramuros de la creación artística. La traducción aparece como reflexión sobre los aportes creadores que toda traducción supone. El diálogo entre el español y el inglés es un elemento decisivo de construcción poética. Sirve no sólo para delimitar el contenido poético acerca de la ausencia y las promesas no cumplidas, sino también para marcar el ritmo del poema, la música de los versos. La poesía supera la  lengua que utiliza, se convierte en lenguaje universal, y permite comunicarse en la distancia y en el tiempo, comunicaciones de esencias y pensamientos. Así Silvia haba con Plath y Emily Dickinson con Rosalía de Castro, utilizando al lector como vehículo de transmisión: “En el follaje de las palabras / Emily y Rosalía hablan / en mí”.

La segunda parte del libro es de deslumbramiento ante la vida, de descubrimiento, de meditación. Una tormenta, una flor, los cuatro elementos despiertan los sentidos de la poeta. Las tormentas y la lluvia aparecen en diferentes y reiterativas variaciones en el ánimo y los sentimientos, y fatigan a veces, dando cierta sensación de pobreza metafórica. El tiempo y la distancia se convierten en coordenadas vivas, palpitantes, en avance y retroceso. Marta López Luances vive en un exilio profesional que interpreta en forma de destierro, al que canta y versa.

Finalmente, “Los motivos del tiempo” es el título de la tercera parte del poemario, donde se vuelve sobre el mito de Orfeo y Eurídice narrado en clave de construcción estacional del amor. En los poemas que conforman esta parte, unitaria y de evidente corte clásico, también aparece Proserpina, origen del mito romano de la Primavera y que funciona como alter ego de Eurídice, ambas mujeres representando metáforas del amor arrebatado a la fuerza, del amor cautivo y sin remedio. En general, el lenguaje es oscuro, lleno de referencias crípticas y cultas, y cuesta empatizar con la poeta en la identificación que establece entre Proserpina y Eurídice, las dos condenadas a permanecer en el Hades (de forma más o menos permanente, según el caso).

Los arquitectos de lo imaginario va de más a menos, sin que ello nos evite reconocer que estamos ante un libro conciso, inteligente, frío en ocasiones, torrencial y contenido al mismo tiempo. Una apuesta interesante, en definitiva.

(Los arquitectos de lo imaginario, de Marta López Luaces. Pre-Textos, Valencia, 2010)

Publicado en la revista Clarín, núm. 90.

«Lo mejor de McSweeney’s» (2 vol.), de Dave Eggers (Ed.) abril 26, 2012

Posted by joseangelgayol in Relatos.
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McSweeney’s se ha convertido, casi sin quererlo, en la referencia obligada de la nueva narrativa norteamericana, aquella que camina hacia la vanguardia, que busca referencias en la realidad, aunque sólo sea para distorsionarla, y define la disolución ideológica del cambio de siglo. Lo que se escribe al otro lado del Atlántico es una prosa directa, de temas contundentes e insanos; los autores de McSweeney’s son de lo mejor del futuro (y presente) literario de Estados Unidos, pero son también, aparte de la calidad intelectual, un referente y muestra de las cuestiones que surgen en el seno de la sociedad americana al margen de las corrientes oficiales.
En estos dos volúmenes, blanco y negro, se reúnen algunas de las mejores historias aparecidas en McSweeney’s, revista fundada por Dave Eggers quien ha buscado desde sus inicios la innovación, no sólo en cuanto al contenido, sino también en cuanto al formato, buscando nuevas vías de expresividad visual en el libro como objeto. En cada número, la revista se ha ido reinventando a sí misma con una página desplegable, una caja de cartón con catorce opúsculos en su interior o sujetos con una goma gruesa, un CD para acompañar cada relato de una canción escrita para esa historia en particular… Todo ello nos lo cuenta el propio Dave Eggers en la introducción que encabeza el volumen I, repaso al nacimiento y desarrollo de una publicación ya de culto.

Y al contenido se llega por un camino de melancolía y desesperanza; al leer estos cuentos, nos asalta una terrible sensación de ajenidad, de extrañeza ante el mundo, la desapasionada virtualidad de lo que consideramos real. Los escritos de estos volúmenes divergen en los tratamientos, los estilos o las perspectivas narradoras (como es lógico, por otra parte, dado el heterogéneo grupo de autores), pero todos ellos tienen en común la extrañeza, la irreverencia hacia aquello que nos rodea.

Ann Cummings, Rick Moody, William T. Vollmann, Zadie Smith, Arthur Bradford, Jonathan Lethem, David Foster Wallace o el propio Dave Eggers conformarían la nómina de la que probablemente sea una etiqueta publicitaria llamada Next Generation, aunque entre ellos existe un nexo que es un territorio diluido, de contornos vagos, donde conviven personajes que se buscan a sí mismos, en sí mismos o en el mundo, que escalan una montaña («Montaña arriba, en lento descenso» de Dave Eggers), meditan sobre la existencia en situaciones límite («Tres reflexiones acerca de la muerte» de William T. Vollmann), revelan que el Tribunal Supremo resuelve sus sentencias difíciles jugando a baloncesto («Sin jueces no hay faltas» de Jim Stallard, ácida y desternillante crítica al sistema judicial americano), avisan de los riesgos de la era del bisturí con resultados hilarantes («Otro ejemplo más de la porosidad de ciertas fronteras (VIII)» de David Foster Wallace) o nos ilustran sobre la situación e historia del movimiento independentista hawaiano («¡Haole, volved a casa!: pequeños gestos del movimiento secesionista hawaiano» de Zeb Borow). En todos los relatos existe una búsqueda de la identidad personal, nacional, sexual o sentimental.

 

Destacar uno sería tarea imposible, si bien no todos son igual de interesantes. Habría que detenerse sin duda en el desafío ideológico de «Notas desde un búnker junto a la autopista 8», de Gabe Hudson. Es un relato sin concesiones líricas ni florituras que atenúen la crudeza de la historia: un soldado americano en la Guerra del Golfo recibe el aviso divino de ayudar a los heridos iraquíes de la autopista 8; se refugia en un búnker enemigo con un compañero, que ha perdido un brazo en un ataque de la guerrilla, mientras repasa en su memoria las cartas del padre, un héroe de la Guerra de Vietnam que decide volverse gay para protestar contra la política exterior americana. Dicho así, todo parece un enorme desatino, y sin embargo el relato se crece, y progresa en el análisis de la psicología del protagonista y la relación con su padre, a quien va pareciéndose sin ser consciente de ello.

También magistral es «La chica del flequillo», un cuento corto de Zadie Smith que ilustra los vaivenes de los sentimientos y el fetichismo de los detalles en la persona amada. Tema que toca a su manera Arthur Bradford en «Moluscos» (cuento que aparece en el libro ¿Quieres ser mi perro?, Mondadori, 2004), y donde se dibuja un triángulo amoroso que gira en torno a una enorme y pacífica babosa. Como telón de fondo se aprecia la desestructuración de una parte de la juventud norteamericana.

En ocasiones se adopta la forma de ensayo para hilar la narración como en «¡Haloe, volved…» de Zeb Borow, antes citado, en «En el reino de Unabomber» de Gary Greenberg, en «Tres reflexiones acerca de la muerte» de William T. Vollmann, también citado, o en «La República de Marfa» de Sean Wilsey. Otras veces se acude a un tono periodístico («El caso Kauders» de Aleksandar Hemon) o histórico («La Chifladura de Banvard» de Paul Collins o «Las lágrimas de Squonk, y lo que sucedió después» de Glen David Gold). Mención aparte merece «Dios vive en San Petersburgo» de Tom Bissel, crudo relato sobre las pasiones cruzadas con los intereses materiales y donde se diluyen las líneas de la moralidad: simplemente magnífico, en especial el personaje atormentado por dudas éticas y religiosas.

Por supuesto, gran parte de la calidad de estos relatos se cifra en la maestría narrativa de autores ya consagrados como Rick Moody en el relato «Rancho Doble Cero», que cuenta el periplo laboral de una familia del Medio Oeste con ideas brillantes que no acaban de cuajar. Rick Moody juega con las posibilidades que brinda el azar y la necesidad de aprovecharlas. Dosifica la trama en frases cortas y disecciona un personaje que se autodestruye por su propia naturaleza de perdedor.

Jonathan Lethem, por su parte, homenajea a Franz Kafka en «Con K de kopia», y propone el proceso surrealista contra la personalidad de un hombre corriente (la grisura del día a día) y la transformación en un superhéroe.

Dave Eggers deja que los personajes hablen en una obra coral que tiene por protagonista el desencanto del ser humano, la agonía del vacío para quien no descubre el reto de seguir vivo. El personaje de Rita sirve para seguir la escalada de una montaña para unos turistas del primer mundo para quienes el continente africano sólo es la estación hacia las emociones. En «Montaña arriba, en lento descenso», Rita quiere desear pero no sabe qué. Su existencia sólo es tal como referencia de aquellos que la rodean, pero siente que no le pertenece, que sólo subió el Kilimanjaro para demostrar que era capaz de cualquier cosa…

Son muchos los relatos que merecen ser citados a lo largo de estos dos volúmenes, y los aportes que se hacen al plato de la cuentística americana son ciertamente notables, por su desenfado formal (los títulos de los cuentos ya avisan de por dónde van los tiros), por su irreverencia hacia todo, por su descaro temático, por la confesada certidumbre de Dave Eggers de dar un padre (o vehículo de publicación) a escritos huérfanos que no habían encontrado editor o revista que los ayudara. Lo mejor de McSweeney’s es, al cabo, sólo lo mejor.

 (Lo mejor de McSweeney’s, de Dave Eggers (Ed.), Mondadori, Barcelona, 2005)

Publicado en la revista Clarín, núm. 60.

«Lluvia negra», de Masuji Ibuse agosto 18, 2011

Posted by joseangelgayol in Novelas.
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Reseñar una buena novela es un trabajo fácil. Reseñar un clásico no es siquiera trabajo: el eco de sus páginas va dictando la reseña, acomodando las palabras por sí mismas. Así resulta con Lluvia negra, la narración de las consecuencias inmediatas de la bomba atómica de Hiroshima.

La historia central gira en torno a Yasuko, sobrina de Shigematsu Shizuma, que es objeto de toda clase de habladurías entre los vecinos. Estos rumores llegan a los sucesivos pretendientes de la joven, la cual se ve rechazada porque supuestamente está enferma de la radiación. Los pretendientes de pueblos vecinos envían emisarios para informarse sobre la joven Yasuko, y ante la eventualidad de que tenga la “enfermedad de la radiación” rechazan cualquier enlace. Semejante injusticia causa el enfado de Shigematsu, que decide iniciar la redacción de un diario en el que narrará sus impresiones de aquel 6 de agosto de 1945, y los días que sucedieron hasta la rendición de Japón, para acabar con los rumores, enseñarlo al siguiente pretendiente, y demostrar que él sí estuvo enfermo, pero que Yasuko no ha mostrado ningún signo de hallarse afectada por la enfermedad.

Con una prosa de limpieza y sencillez absolutas Masuji Ibuse va desgranando de un modo barojiano decenas de pequeñas historias, vidas que asaltan a Shigematsu en su devenir a través de los escombros de Hiroshima. Primero con la búsqueda de sus parientes, y luego, cuando los encuentra, volviendo a las ruinas por uno u otro motivo. Shigematsu encuentra viejos amigos, conocidos o simplemente personas que le cuentan su propia historia, que es la suya, al tiempo que en su diario nos muestra de forma descarnada lo que significa la destrucción absoluta.

Precisamente, la fuerza de la novela de Masuji Ibuse reside en la contención, en la ausencia de filigranas estilísticas, en la aplastante crudeza de sus descripciones, sin necesidad de valoración ética: “Había una mujer vestida únicamente con enaguas que corría fatigosamente refunfuñando sin cesasr; otra que llevaba a un niño en brazos y gritaba “¡agua!, ¡agua!”, sin dejar de limpiar los ojos del niño entre grito y grito porque tenía los ojos pegados por una sustancia parecida a la ceniza. Un hombre gritaba hasta desgañitarse; mujeres y niños corrían  chillando; otros suplicaban que alguien los scorriese…”

Cada página de esta novela es un canto sobre el horror. Las formas dantescas que la muerte puede adoptar aparecen registradas por Misuje Ibuse con una concisión fría pero humana. El pánico inmediato a una hecatombe, los primeros intentos individuales de organización, la ayuda inexistente, el desamparo, los rumores, la lucha por avanzar, los vivos que surgen de entre los escombros, como resucitados, los cadáveres a cada paso, las informaciones como medias verdades, los primeros auxilios gubernamentales… en definitiva, todas las impresiones del caos aparecen retratadas en Lluvia negra.

Un apunte interesante es que, aunque los días fueran pasando, la guerra aparece en un segundo plano. No cabe duda de que es un elemento fundamental, y origen evidente de las desgracias que están padeciendo, pero las personas que recorren Hiroshima y los pueblos aledaños no cuestionan la guerra ni la actitud del Gobierno, encabezado por su Emperador. Sólo al final, y en momentos muy concretos aparecen reflexiones sobre el conflicto. En todo momento, su pretensión es sobrevivir, y continuar con su vida normal, vida normal que consiste ¡en ayudar en la intendención de la guerra! Una verdadera contradicción.

Sin embargo, es verdad que la conveniencia de la guerra va penetrando en la población civil, si acaso más como expectativa sobre lo que vaya a hacer el Gobierno, que como agente decisor y activo de la dirección política del país. Los habitantes no contemplan la posibilidad de decidir. Sus vidas están en manos del Emperador. Semejante paradoja deja paso poco a poco a una realidad brutal: “Tenía el rostro negro y descolorido pero, de tanto en tanto, parecía que se le inflaban las mejillas e inspiraba profundamente. Me quedé mirándolo sin dar crédito. […] me aproximé al cadáver temblando de miedo y vi que se trataba de un enjambre de gusanos que se revolvían en la boca y la nariz y se apelotonaban en las cuencas de sus ojos; esa primera impresión de vida y movimiento no era más que el producto de sus retorcimientos”. Las palabras hablan por si solas. Shigematsu parece decirnos “bienvenidos al infierno”.

Lluvia negra es la historia de un error, la fotografía de aquello que el hombre puede hacer y, lo que es peor, hace. La trama principal en la que Yasuko es la protagonista va diluyéndose en el marasmo del horror. La muerte y la destrucción lo cubre todo, lo envuelve, lo llena hasta que no queda espacio para nada más. Escribe Shigematsu: “Estaba en el infierno, un infierno que torturaba con un ineludible y omnipresente hedor”.

 

«¡Indignaos!», de Stéphane Hessel agosto 12, 2011

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El atentado de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 dio entrada a una década presidida por el peligro islamista, las guerras antiterroristas más o menos justificadas por la normativa internacional y una merma indudable en los valores democráticos de la cultura política occidental. El corolario a este decenio ominoso fue la crisis económica surgida en 2007 a raíz de las polémicas hipotecas basura, con el subsiguiente rescate financiero por parte de los Estados y el recorte evidente de derechos sociales para los ciudadanos. Sea la opción ideológica que sea, tras las políticas llevadas a cabo en el ámbito nacional e internacional subyace un pensamiento neoliberal en lo económico y conservador e intervencionista en lo moral. Tanto los partidos de izquierda como los de derecha en nuestro país o en otros toman parecidas medidas de ajuste, aconsejados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo, así como las agencias de calificación, todos ellos causantes en alguna medida de la crisis económica actual.
Dicho esto no cabe duda de que los ciudadanos fuimos unos activos colaboradores. Los derechos cívicos, los atentados contra elementos clave de la democracia, la persecución (por una razón u otra) de los medios de comunicación en distintos puntos del planeta supuestamente democrático, el pensamiento único y la disidencia acallada de las minorías, la relajación de las voluntades y de las reivindicaciones políticas, la desconcertante anomia de los políticos sobre sus palabras y promesas, la contención salarial que afecta a trabajadores (pero no a directivos) y en definitiva el desarme moral por el que nos despeñamos, son algunos de los temas que directa o indirectamente se tratan en este breve opúsculo de Stéphane Hessel.
El libro se encabeza con un prólogo de José Luis Sanpedro que avanza y se congratula con el mensaje del autor francés, con su llamada a la insurrección pacífica. No es baladí su alegato a las conciencias adormecidas de la ciudadanía francesa y, por extensión, al resto de demócratas del mundo. Stéphane Hessel, superviviente del Holocausto y único redactor vivo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, es uno de esos hombres cuya defensa de la dignidad y de la paz está fuera de toda duda. La indignación legítima encendía las luchas de los ciudadanos del pasado para lograr una sanidad pública y para todos, una educación universal, libertad de reunión, de expresión, de prensa, y un largo etcétera que hoy se halla en peligro sin que nos demos cuenta. Stéphane Hessel llama a la indignación por la indignación. Ya no tenemos un enemigo evidente contra el que luchar (el nazismo, la opresión, la desigualdad). Quizás los levantamientos a favor de la democracia y la libertad en el mundo musulmán, como consecuencia de la inmolación de Mohammed Bouazizi, se hallan cerca de lo que debió ser la conquista de ese Estado del bienestar que hoy día corre peligro de ser desmantelado. Para ellos el enemigo tiene rostro y armas. Nosotros tenemos que buscar al enemigo tras la cortina boscosa de la terminología financiera, y lo dificultoso de este reto podría vencerse con una indignación sana, pacífica, visceral y necesaria.

¿Qué sucede en el mundo occidental? Para Stéphane Hessel la desmotivación es absoluta y descorazonadora. Los jóvenes y los mayores no encuentran su sitio en la vida pública que se les ofrece y, lo que es peor, no parecen encontrar la fuerza de voluntad necesaria para cambiar la situación. Porque esto es importante: no cabe la relajación bajo el consuelo de la imposibilidad, el paraguas hipócrita y cómodo que consiste en dejarse llevar por el convencimiento de que nada va a cambiar. Este ensayo propone recuperar la voluntad de pensar (como deber ser en un buen ensayo), pero sobre todo la voluntad de reaccionar, la asunción en la propia conciencia de que podemos hacer algo, para después trasladar ese convencimiento a las conciencias de los demás. ¿Cómo puede ser que no haya suficiente dinero como para erradicar la pobreza en nuestros países, y con mayor motivo en los países del Tercer Mundo? ¿Qué sucede que no hacemos nada, más allá de manifestaciones orquestadas por organizaciones desprestigiadas por los mismos usos y costumbres que condenan? “La indiferencia es la peor de las actitudes”, dice Stéphane Hessel. Con ello se pierde la facultad de indignación y el compromiso que la sigue. ¿Seguiremos perdiendo derechos, valores, moral democrática y también dinero sin mover un dedo? ¿Seguiremos conformándonos con ejercer como ciudadanos cada cuatro años votando al mismo partido porque el otro haría lo mismo? No es cuestión de política, si no de conciencias alzando la voz y gritando “basta”. Es preciso decirles a nuestros gobernantes, sean del signo que sean, que se acabó el pensamiento único, los recortes sociales para la mayoría (quien menos tiene) y la conservación de los privilegios para una minoría (quien más tiene), la corrupción política o el clientelismo de los miembros y amigos de sindicatos y partidos.
No se trata de acabar con el capitalismo. Se trata de garantizar unas condiciones mínimas y dignas para todos los ciudadanos, de recuperar la autoridad moral a favor de los principios democráticos, y de no caer en la indiferencia. Que Stéphane Hessel consiga remover las conciencias de los lectores será muy difícil, pero si lo logra con unos pocos ya será mucho.
(¡Indignaos!, de Stéphane Hessel. Trad. de Telmo Moreno Lanaspa, Destino, Barcelona, 2011)

«El menor espectáculo del mundo», de Félix J. Palma May 5, 2011

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Félix J. Palma es un autor acostumbrado a vivir en estado de gracia. Este libro de cuentos no es lo mejor suyo, pero es una buena muestra de lo que sabe hacer en las distancias cortas. Sobre sus novelas hablamos otro día.

«La velocidad de la luz», de Javier Cercas abril 23, 2011

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«La cultura asturiana. Introducción a l’antropoloxía d’Asturies», de Roberto González-Quevedo abril 19, 2011

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Hace algún tiempo aprendí que de los autores no se habla ni bien ni mal, ni en serio ni en broma. La lección fue dolorosa para mi porque perdí un par de amigos (quizás ya los había perdido antes sin que ello mengüe mi lamento). Por ello, y aunque en aquel momento fuera en broma y utilizara un conocido recurso estilístico para captar la atención del lector, decidí desde entonces ceñirme a hablar de los libros, y solo de ellos, en diferentes medios, con elogios o reprobaciones según mi leal saber y entender, sobre autores nuevos o consagrados (a ver si ahora resulta que solo son feos los desconocidos). La siguiente reseña fue «censurada» por mí en su publicación original para que pudiera entrar en los límites que un breve suplemento cultural exige, y aún superé las habituales extensiones, cosa que agradezco a los responsables del medio de comunicación. No obstante, y vistos los ataques personales recibidos (y que chocan con lo que aprendí en su momento, y que parece que hay personas que no han aprendido esa lección), he optado por publicar aquí la versión íntegra que escribí en un principio por ver si queda clara mi postura sobre el libro, que no sobre el autor.

Tengo derecho a criticar, faltaría más. No tengo derecho a mentir ni falsear. Y en caso de equivocación, lo reconocería. Pero si creo en lo que afirmo, y la realidad demuestra  que no difamo, no tengo por qué disculparme. Ayer envié una Carta al Director de La Nueva España que saldrá publicada muy pronto. Con ella, y con la versión original de mi reseña, dejo zanjada cualquier respuesta o aclaración pública por mi parte. Si el autor quiere que charlemos, tampoco tendré inconveniente en aclarar lo que tenga a bien. No le conozco (más allá de cuatro palabras hace mucho) y no tengo nada contra él. Pero si un libro me parece bueno, lo digo; y si parece malo, también. El que no quiera salir en la foto, que no se ponga delante de la cámara.

SOBRE UNA ANTROPOLOGÍA DE ASTURIAS

Una obra sobre la cultura asturiana como realidad antropológica, con todas las implicaciones teóricas y metodológicas que ello supone, es una buena noticia por lo que tiene de necesario. El conocimiento científico sirve para entender el mundo que nos rodea en todas las facetas posibles: política, económica, física, psicológica, histórica… y, por supuesto, cultural. En el caso de la cultura asturiana, la publicación de obras como la de Roberto González – Quevedo sirve para comprendernos y que nos comprendan. El papel de la antropología está poco desarrollado y peor conocido en España en general, sin necesidad de circunscribirlo a un ámbito geográfico concreto. El desconocimiento de la gente de la calle acerca de lo que es la antropología y para lo que sirve es manifiestamente inquietante. Por tanto, cuando surgen obras como La cultura asturiana. Introducción a la antropoloxía de Asturias hay que leerlas con atención y espíritu crítico, para construir así un espacio serio de desarrollo científico. Además, este libro se publica poco después de otro que también anhela abarcar un estudio totalizador de la cultura asturiana: Antropología de Asturias, de Adolfo García Martínez (KRK, Oviedo, 2008), en este caso en castellano.

En las dos obras se da a Asturias una unidad geográfica de referencia, que coincidiría con los límites políticos sin que, en el segundo caso, ello suponga ninguna trascendencia más que la de fijar un ámbito de estudio. En el caso de Roberto González – Quevedo sí existe una vocación de definir términos que se van utilizar: cultura y asturiana, y sobre ello volveremos. Así, el libro de “La cultura asturiana…” empieza, con acierto, dicho sea de paso, con algunos capítulos sobre el concepto de cultura y las teorías históricas de estudio cultural, desde el evolucionismo de Morgan hasta la ecología cultural de Steward, pasando por Boas, Malinowski, Levi-Strauss y otros, y dejando fuera el materialismo histórico de Marvin Harris (importantísimo tanto a nivel científico como divulgativo), y recogiendo a Fernández McClintock, no se sabe muy bien por qué vistos los nombres citados. Con todo, estos primeros capítulos son una perfecta introducción a la antropología general, con un sentido divulgativo muy bueno, y que podía ser de lectura obligatoria en una hipotética asignatura de antropología asturiana.

Las sorpresas comienzan al continuar la lectura de “La cultura asturiana…”, que resulta ser una traducción de otra obra del mismo autor. Es verdad que ahora aparecen estos capítulos iniciales, como si González – Quevedo había pretendido darle una unidad teórica a la obra. Este acercamiento al concepto de cultura supone un avance respecto del libro anterior, que se había titulado del mismo modo que el que se publica ahora, aunque con el idioma y las frases cambiadas (Antropología cultural y social de Asturias. Introducción a la cultura asturiana, Madú, Siero, 2003). Citar esta obra es adecuado en la medida en que el autor seguirá lo dicho entonces para repetirlo ahora. En cambio, tras un principio prometedor, decía, empiezan las decepciones. Apenas treinta páginas y el libro empieza a desfondarse. El hecho de que se trate de una traducción, en algunas páginas literal, hace desmerecer mucho al esfuerzo del autor del Sil. Es muy fácil tener obras escritas y bibliografía publicada si lo que se hace son refritos de obras anteriores propias. Quizás no es el único que comete el “delito”. Pero que el mal se haya extendido no mengua la calidad del daño, y ello porque si queremos hacer una disciplina rigurosa cada obra tiene que ser original y única, aportar cosas, mostrar y demostrar… Esta reflexividad bibliográfica tiene consecuencias peores sobre las que volveré más adelante. Ahora hay que seguir…

Después de estos capítulos introductorios, el autor se plantea si existe una cultura asturiana. Toma argumentos de Valdés del Toro y haciendo una deconstrucción filosófica que muestra la formación académica de Roberto González-Quevedo (es licenciado en Filosofía), con inteligencia y buen sentido crítico, va destruyendo argumentos en contra de la posibilidad de una cultura asturiana, para dejar perfectamente claro que la cultura asturiana existe, está viva y es una realidad presente y necesaria. No obstante, dice que la lengua asturiana no es un elemento definidor de la cultura asturiana, sino que forma parte de ella junto a otros elementos. Y unas líneas después se contradice y afirma que “la llingua asturiana llenda (sic) una cultura asturiana”, para volver a contradecirse: “Pero nun sólo la llingua….” (páx. 42). Esto es algo con lo que ya no podemos estar de acuerdo por todos los ejemplos (Suiza, Latinoamérica…) que el propio autor señala primero e ignora más tarde. La lengua asturiana es uno de los pilares que sostienen la cultura asturiana, un pilar importante, pero no decisivo. Quevedo parece reconocerlo primero y pone ejemplos, pero se contradice después. ¿Hay una cultura asturiana? Sí, sin duda. Pero los elementos que la integren y cómo la definimos son cuestiones más difíciles de fijar. Quizás la precisión de lo que articula y conceptúa la cultura asturiana podría haber sido, por sí sola, objeto de estudio independiente.

A cada momento, González – Quevedo nos vuelve a regalar unos capítulos muy apropiados sobre antropología económica, antropología del mundo campesino o bien la relación entre familia y economía. Son capítulos muy básicos, que pueden ayudar al que no es versado en materias antropológicas para entrar en esta disciplina científica del conocimiento de la realidad cultural.

A partir de aquí el libro entra en harina y va analizando la cultura asturiana con menos fortuna de la deseada. Toma como referencia la familia en Asturias en cuanto “unidad de producción y consumo” (páx. 70) y realiza un buen desarrollo del concepto y comprensión de la familia asturiana como eje vertebrador. Lo malo es que, desde este punto hasta el final del libro, la obra se malogra completamente. De antemano se pone a analizar el mayorazgo, el espacio agrario y el mundo campesino, los cambios en los roles de género y edad (no entra a considerar el papel de la escuela como agente aculturador, que ha sido grandísimo), la vaca, los prados, la hierba, el cerdo, los cereales, el pan… El libro pasa de ser una obra de referencia antropológica, con todos los peros señalados, pero estimable, a parecer una revista etnográfica sin sentido ni hilo conductor (que en el caso de una revista no es necesario, o por el menos no es imprescindible).

Pero el desaguisado aumenta cuando el autor pasa de la patata, las manzanas y la sidra a la lengua asturiana… Así, sin más, sin encomendase ni a dios ni al diablo. Y después de hablar catorce páginas sobre el pan o veinte páginas sobre la familia (cosa valiosa como se ha dicho, aunque falte una referencia especial al papel de la mujer, esencial en la familia tradicional asturiana), dedica cincuenta nada menos a la lengua asturiana. No sé si se trata de una concesión al potencial público lector o simple fallo de desproporción, pero dejar algunos temas en el tintero como el reseñado o quizás un ahondamiento mayor del que hace en la estructura familiar en las cuencas mineras (un aspecto básico si se quiere entender la historia social de la minería y su paisanaje, y por tanto de Asturias en el siglo XX, y que Quevedo toca por encima), dejar algunos asuntos fuera, decía, para dedicar toda la atención a la lengua asturiana durante un buen trecho de libro, no parece muy adecuado. Y más si se afirma que el asturiano es un tesoro que no puede perderse y que esta “ye una idea que caltrió na sociedá asturiana” (páx. 313). Desafortunadamente, en la sociedad asturiana todavía falta para que cale este sentimiento con fuerza o al menos cabe dudarlo. Hacer estas afirmaciones a la luz de la opinión de unos pocos informantes es casi temerario. La valoración del asturiano en la sociedad merece un estudio propio y sosegado, hondo, serio, y en la anterior afirmación no se cita ese estudio ni ningún otro. Es decir: se parece mucho a una opinión personal más que a un juicio científico.

Y esta sensación de relatividad o subjetividad aumenta cuando el autor se mete en el ortigal de la lengua y el nacionalismo (sic). Esto ya es el “acabóse”. ¿Qué tiene que ver esto con Asturias y su antropología? Parece que, a la vista de los resultados electorales, la mayoría de la gente no es nacionalista y, aunque lo fuera, es absurdo analizar una realidad como esa tan al detalle en un libro que es una introducción a la antropología. Habría sido más bien un tema de monografía (una perspectiva antropológica del nacionalismo asturiano) o mejor de un ensayo de ciencias políticas, pero nunca de una obra que quiere tocar aspectos más relevantes de la realidad cultural asturiana. Y el nacionalismo no lo es, como reconoce el propio autor (“tien una expresión política mui llimitada y ruina”, páx. 356). Pero además, y para rematar el despropósito, a continuación González – Quevedo se pregunta sin necesidad si Asturias es una nación (páx. 357) y responde que sí “porque tien tolos rasgos propios d’una nación” y le basta con justificarlo enumerando algunos… Sin comentarios.

Pronto entramos otra vez en el torbellino de los capítulos sin hilazón, pasando de las fiestas a los mitos, de ahí a los juegos tradicionales, a los bailes, a los vaqueiros d’alzada (que deben ser también un baile tradicional, un juego o una romería por el lugar del volumen donde se estudian…) y volviendo a la magia y al patrimonio oral y mental de los asturianos, todo mezclado, sembrado por el libro sin venir a cuento. Los ritos de paso necesitarían, sólo para hacer una introducción mínimamente provechosa, cien páginas, pero el autor los solventa con doce para después dedicar ochenta páginas a la muerte y sus ritos funerarios (?). Está muy bien el análisis que hace, pero ¿era este el momento y el libro? ¿Tan importante es morir en Asturias?

Este puzzle se convierte al final en una “corta y pega” sin vuelo antropológico, para quedar en una simple colección etnográfica de curiosidades. Los capítulos no se estructuran en un sistema teórico o conforme a un posicionamiento de base, que sería en ese caso lo que habría que estudiar con atención, al margen de la mayor o menor fortuna en las apreciaciones o juicios etnográficos que se hacen y en los que no siendo expertos en varios de los tratados (en la cultura del pan, del molino, de los juegos tradicionales…) no podemos opinar. Pero lo que sí es bien visible es esa limitación teórica o sistémica que el autor no fue capaz de superar respecto de la anterior antropología de Asturias. Los temas parecen estar tomados no en función de la importancia que tienen sino en función de lo que le parece al autor que tiene más estudiado. Si se quiere hacer una obra como ésta hay que jugar con un mayor equilibrio, y este libro no lo tiene.

Pero el colmo de los despropósitos es el material bibliográfico empleado. La reflexividad bibliográfica es directamente vergonzosa y hace sonrojar al lector menos recatado: de dieciséis páginas de referencias bibliográficas, dos páginas son referencias a obras del autor del libro. Una octava parte del aparato bibliográfico corresponde a González – Quevedo. No cinco ni diez, o veinte referencias, no. Llegan a citarse más de ochenta referencias… Por hacer una comparativa: de las veintiuna páginas de bibliografía que tiene la “Antropología de Asturias”, de Adolfo García Martínez, éste dedica a su obras ¡una!. Apenas veinte referencias entre más de cuatrocientas.

Aún más: si cogemos al azar una obra cualquiera de antropología, pongamos una en la que el autor hubiera realizado una innovación teórica fundamental que hiciera necesaria esta reflexividad bibliográfica a falta de otras fuentes, por ejemplo, encontraríamos que en Archipiélago de rituales, de Rodrigo Díaz Cruz, de nueve páginas sólo hay dos referencias del autor, o en Antropología del cuerpo, de Mari Luz Esteban, de once páginas, una es de la autora, y estamos hablando de la referente básica en España en antropología del cuerpo. ¿Es que González – Quevedo es la referencia básica de la antropología asturiana? Son solo un par de libros de los que tengo más a mano, pero sirve bien para mostrar que algo no funciona en este corpus bibliográfico.

En síntesis, este libro resulta una oportunidad desaprovechada. El carácter divulgativo que tienen los capítulos de modo independiente no puede ser excusa para perder rigor científico en el conjunto. Los libros de Marvin Harris, por señalar un autor ya citado, son didácticos pero ponderados y rigurosos, se esté o no de acuerdo con sus tesis. Tomando cada capítulo por separado, el pulso narrativo de González – Quevedo es indudable y hay que enaltecerlo. Pese a la larga lista de erratas del texto (que no es imputable al autor sino a la editorial), el libro se lee con gusto. Aunque sea, o pretenda ser, una obra divulgativa, debe poner más cuidado en los aspectos señalados. Y si quiere ser obra científica y no divulgativa, como indican las citas y el tono, todo lo anterior hay que cuidarlo todavía más.

Una obra tan ambiciosa como una antropología de Asturias siempre merece una lectura atenta y crítica, como decía al principio del artículo: analizar bien cada capítulo y cada desarrollo expositivo, la bibliografía manejada…, porque obras así son necesarias para Asturias y para el conocimiento del patrimonio cultural asturiano. En “La cultura asturiana…” existe una voluntad de hacer una construcción teórica. El gran fallo de la obra anterior era ése precisamente: la separación en capítulos casi independientes sin conexión, y en la nueva obra no se ha remediado esta deficiencia. El principal logro de la “Antropología de Asturias”, de Adolfo García Martínez, se asentaba quizás en que el antropólogo asturiano propone un sistema de análisis que aplica a la sociedad tradicional asturiana pero que puede utilizarse también en otros ámbitos espaciales de estudio. García Martínez levanta una estructura, un modelo alrededor de la casa (eje espacial de la sociedad estudiada como unidad de producción, reproducción y consumo), la comunidad (y las relaciones de reciprocidad de diverso signo que se establecen con la casa) y la sociedad otra (marco de referencia para la construcción de la propia identidad). En la obra de González – Quevedo no se da esta construcción teórica, y es una lástima porque sólo tenemos dos obras que ilustren la antropología de Asturias y cuanto más cuidado pongamos en escribir libros y artículos rigurosos mayor será la estimación que se tendrá a nuestro trabajo y a nuestro patrimonio. Y más si se hace en asturiano, por ese plus de exigencia al que parece que estamos obligados al escribir en nuestra lengua.

«La justificación de Johann Gutenberg», de Blake Morrison abril 5, 2011

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Leer cualquier libro es, en cierta forma, un homenaje al padre de la imprenta, así que la primera novela de Blake Morrison es un doble tributo porque está dedicada a Johann Gutemberg. Pone Morrison en palabras de Gutenberg la siguiente afirmación: “La quema de un libro es como un asesinato o un suicidio, que ponen fin al legítimo transcurso de la vida”. Efectivamente, esta novela es una historia de traición: al amor, a la sociedad, a los acreedores, a la familia, a todo salvo a sí mismo, a la ambición de ver “volar las palabras como palomas” en libertad, la salvación de los libros a través de la multiplicación infinita que proporciona la imprenta, sin barreras de idiomas, ni aranceles de privilegios eclesiásticos: la extensión de la cultura por la cultura.

Gutenberg es hijo del humanismo renacentista, un hombre de ciencia que trabaja para la Iglesia, que marca con su invento un mojón que separa la Edad Media de la Moderna. En este sentido, Blake Morrison nos entrega una vida dedicada al sueño de las palabras, y el cuadro se enmarca en una minuciosa y exuberante descripción del mundo medieval: las luchas de gremios, el poder omnímodo de una Iglesia corrupta, sobre cuyo horizonte se atisba el cisma, la huida de un hogar marcado por los favores de la primogenitura, una madre obsesiva y dañina, la vida en Estrasburgo y el amor con Ennelina (un sentimiento que le acompañará toda la vida), y la renuncia por orgullo, por la esperanza de llevar las palabras al último rincón de la humanidad, el regreso a Maguncia y el inicio de una epopeya, la traición y el exilio final.

La justificación de Johann Gutenberg es el dictado de las memorias de un maestro impresor, anciano y débil, que valora a la persona por su trabajo, sus capacidades, y no por su extracción social. Desde muy pronto, Gutenberg queda fascinado por sus propias manos (“Mis manos se convirtieron en objeto de estudio privado y mis meditaciones sobre ellas en una especie de oración”). Siente que sus manos le hablan, que necesita utilizarlas (“Yo quería hacer cosas con las manos”). Admira a los carpinteros, a los lavanderos, a los herreros, a cualquiera que logre sacar de las manos una creación.

Le acusan de herejía, él contesta que es ciencia; le critican por pretender acabar con el oficio de amanuense, pero, en la lírica prosa de Morrison, Gutenberg responde: “durante siglos, habían sido bueyes arando con plumas: bestias del campo sobrecargadas, obligadas a sembrar semillas negras en tierra blanca”, ahora el impresor los libera, les proporciona una alternativa en las tareas de impresión, como cajistas, compositores, entintadores, encuadernadores o fundidores.

El hombre medieval cree que en la palabra está la esencia, que el Libro de los libros sólo podrá hablar a través de una pluma guiada por el espíritu humano, inspirado por Dios; el hombre de Maguncia traslada el acento divino de la palabra al pensamiento: lo importante no es quién escribe cada ejemplar de la Biblia, sino el mensaje que late en su interior. No es necesario un amanuense que piense lo que copia, sino sólo una maquina que acerque Dios a los hombres.

Al cabo, la justificación a la que se refiere el título es una excusa moral, el ideario de una vida dedicada a la soledad, donde la llama del triunfo se angosta por la controversia, el odio y la envidia; Gutenberg le da la espalda al amor y, como el mismo reconoce, “este libro es una especie de penitencia, una confesión de puro dolor, y con él espero salvar mi alma”. Gutenberg nos regala su corazón y Blake Morrison una excelente novela.

(La justificación de Johann Gutenberg, de Blake Morrison, Trad. de Juan Jesús Zaro, Tropismos, Salamanca, 2005)

Publicado en la revista Clarín, núm. 58.

«La voz a ti debida. Razón de Amor», de Pedro Salinas marzo 31, 2011

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Volver de vez en cuando a los clásicos sirve para reencontrarse con un viejo amigo: habla de lo de siempre. Y siempre parece distinto y nuevo.